18 abr 2014

Caricias



EL imaginario de Beca

Siempre he estado cómoda delante de una cámara. Desde niña, toda mi vida sentí que podría ser sincera con el objetivo; mostrarme tal como soy, aun mostrando un personaje a mi familia y a mis amigas. Sonrisas pícaras que mostraban, en un flash, todos los secretos que pasaban por mi mente y que nadie más que la propia cámara jamás descifraría.

Al ir creciendo, la intimidad con la cámara se profundizaba. Sentía que sólo la cámara me comprendía perfectamente, que la cámara me amaba y me conocía tan íntimamente que me sentía desnuda ante su mirada. Lejos de sentir pudor por ello y evitar las fotografías, me hice modelo; trabajar en el lugar donde más cómoda y libre me siento, delante de la cámara, es lo más natural. Posar desnuda me resultó fácil desde el principio, no por impudicia, sino por no notar diferencia alguna ante una cámara.

Cuando me maquillan el cuerpo para evitar reflejos, noto como si me estuviera vistiendo para mi amante. Noto el impacto físico del flash como un beso; el cierre del diafragma es como un guiño. Mis amantes de carne y hueso al principio eran siempre fotógrafos, e incluso alguna fotógrafa. Me daba igual. Era la cámara la que me atraía. Al quedarme embarazada, la cámara besaba la curva de mi vientre y mi bebé daba patadas al saltar el flash.

A veces siento celos cuando alguien fotografía una flor o una puesta de sol. Cuando veo un dibujo a la cera titulado "mamá", me impaciento por que esas manitas aprendan a tomar una cámara. La cámara me ama de muchas maneras. Físicas. Platónicas. Fraternales. Siempre como una caricia de algún tipo.

Seguiré toda mi vida mostrándome a la cámara, entregándome a ella por completo. No tengo nada que ocultarle, como no lo he tenido nunca. Y, si alguna vez me siento sola, simplemente necesitaré sacar a mi fiel amiga y dejarme acariciar una vez más.

Imagen: Beatriz Pérez | Texto: Carlos Mingorance

26 feb 2014

La casa

El imaginario de Beca


El abuelo construyó la casa con sus propias manos. Cuando acabó, se sentó en la butaca a fumar de su pipa; y así hizo todos los días en adelante. La lluvia siempre golpeaba los cristales de las ventanas mientras fumaba, pero él decidía ignorar su llamada: su casa era suya y no pensaba permitir el paso del agua intrusa.

Así siguieron cada tarde: la lluvia llamando a la ventana y el abuelo meciéndose en su butaca, exhalando el humo de su pipa. Ignorando la llamada del exterior. A veces la lluvia, enfadada, insistía con un trueno; pero el abuelo se las sabía todas y no se inmutaba.

El día que la abuela murió, el abuelo estaba ya acostumbrado a no percibir el mundo exterior. Dicen que no se dio cuenta; y nadie en la familia tenía claro si recordaba que su esposa había existido salvo una de las nietas, que aseguraba que le había parecido ver una lágrima en su mejilla. Ya no se mecía sólo por las tardes, y a veces la pipa no echaba humo.

Cuando empezaron las explosiones, no les hizo más caso que a los truenos. Truenos que hacían que su mecedora se moviese sola y el humo de la pipa formase figuras extrañas. Cuando los cristales reventaron se limitó a mirar a la ventana con fastidio y a refunfuñar a las gotas de lluvia que se colaban por ella mientras volvía a intentar encender la pipa con una cerilla ya usada.

Un día la pipa cayó al suelo y nadie la recogió. La butaca quedó quieta una hora, dos horas... A la tercera hora comenzaron las explosiones, y la butaca se empezó a mover de nuevo. La lluvia entraba, libre, por las ventanas, buscando unas mejillas que humedecer por su viejo amigo.

Al final fue la casa la que lloró derramando su propia carne en vez de lágrimas. Sus pedazos se rindieron a las bombas que caían, y decidió que no valía la pena sobrevivir al hombre que la había construido. Se llevaron el cuerpo del abuelo para enterrarlo, pero su alma no había residido ahí, sino en la butaca y la pipa que yacían enterradas junto con la casa.

Imagen: Beatriz Pérez | Texto: Carlos Mingorance

3 feb 2014

Desconchón




De joven me comparaban con una muñeca de porcelana. Mi tez pálida, mis mejillas siempre sonrojadas, mi peinado y atuendo impecables… Siempre fui extremadamente hábil con el maquillaje. Las luces de gas me vieron con innumerables amantes cuando bajaba del escenario; hombres a los que había hecho llorar con mi melancólica música, con mi voz inocente.

Hoy, la lluvia de tantos otoños ha cuarteado mi maquillaje como la pintura de una pared. Por más que me ponga, no puedo ocultar mis arrugas. La muñeca de porcelana está descascarillada, y tirada en el rincón del olvido. Mi voz se quebró al mismo tiempo que mi rostro, mostrando bajo la superficie la profunda verdad que todo este tiempo ha ido calando.

Tirada en ese rincón oscuro, apenas se fijan en mí. La muñeca rota está al fondo del baúl y ya no juegan con ella. Tan sólo de vez en cuando, alguien ve la belleza de los desconchones y juega conmigo de nuevo. Algún día, algún antiguo niño llorará al saber que la muñeca está rota.


Imagen: Beatriz Pérez | Texto: Carlos Mingorance